I
Cuando murió la señorita Emilia Grierson,
casi toda la ciudad asistió a su funeral; los hombres, con esa especie de
respetuosa devoción ante un monumento que desaparece; las mujeres, en su
mayoría, animadas de un sentimiento de curiosidad por ver por dentro la
casa en la que nadie había entrado en los últimos diez años, salvo un viejo
sirviente, que hacía de cocinero y jardinero a la vez.
La casa era una construcción cuadrada,
pesada, que había sido blanca en otro tiempo, decorada con cúpulas,
volutas, espirales y balcones en el pesado estilo del siglo XVII; asentada
en la calle principal de la ciudad en los tiempos en que se construyó, se
había visto invadida más tarde por garajes y fábricas de algodón, que
habían llegado incluso a borrar el recuerdo de los ilustres nombres del
vecindario. Tan sólo había quedado la casa de la señorita Emilia,
levantando su permanente y coqueta decadencia sobre los vagones de algodón
y bombas de gasolina, ofendiendo la vista, entre las demás cosas que
también la ofendían. Y ahora la señorita Emilia había ido a reunirse con
los representantes de aquellos ilustres hombres que descansaban en el
sombreado cementerio, entre las alineadas y anónimas tumbas de los soldados
de la Unión, que habían caído en la batalla de Jefferson.
Mientras vivía, la señorita Emilia había sido
para la ciudad una tradición, un deber y un cuidado, una especie de
heredada tradición, que databa del día en que el coronel Sartoris el Mayor
-autor del edicto que ordenaba que ninguna mujer negra podría salir a la
calle sin delantal-, la eximió de sus impuestos, dispensa que había
comenzado cuando murió su padre y que más tarde fue otorgada a perpetuidad.
Y no es que la señorita Emilia fuera capaz de aceptar una caridad. Pero el
coronel Sartoris inventó un cuento, diciendo que el padre de la señorita
Emilia había hecho un préstamo a la ciudad, y que la ciudad se valía de
este medio para pagar la deuda contraída. Sólo un hombre de la generación y
del modo de ser del coronel Sartoris hubiera sido capaz de inventar una
excusa semejante, y sólo una mujer como la señorita Emilia podría haber
dado por buena esta historia.
Cuando la siguiente generación, con ideas
más modernas, maduró y llegó a ser directora de la ciudad, aquel arreglo
tropezó con algunas dificultades. Al comenzar el año enviaron a la señorita
Emilia por correo el recibo de la contribución, pero no obtuvieron
respuesta. Entonces le escribieron, citándola en el despacho del alguacil
para un asunto que le interesaba. Una semana más tarde el alcalde volvió a
escribirle ofreciéndole ir a visitarla, o enviarle su coche para que
acudiera a la oficina con comodidad, y recibió en respuesta una nota en
papel de corte pasado de moda, y tinta empalidecida, escrita con una
floreada caligrafía, comunicándole que no salía jamás de su casa. Así pues,
la nota de la contribución fue archivada sin más comentarios.
Convocaron, entonces, una junta de
regidores, y fue designada una delegación para que fuera a visitarla.
Allá fueron, en efecto, y llamaron a la
puerta, cuyo umbral nadie había traspasado desde que aquélla había dejado
de dar lecciones de pintura china, unos ocho o diez años antes. Fueron
recibidos por el viejo negro en un oscuro vestíbulo, del cual arrancaba una
escalera que subía en dirección a unas sombras aún más densas. Olía allí a
polvo y a cerrado, un olor pesado y húmedo. El vestíbulo estaba tapizado en
cuero. Cuando el negro descorrió las cortinas de una ventana, vieron que el
cuero estaba agrietado y cuando se sentaron, se levantó una nubecilla de
polvo en torno a sus muslos, que flotaba en ligeras motas, perceptibles en
un rayo de sol que entraba por la ventana. Sobre la chimenea había un
retrato a lápiz, del padre de la señorita Emilia, con un deslucido marco
dorado.
Todos se pusieron en pie cuando la
señorita Emilia entró -una mujer pequeña, gruesa, vestida de negro, con una
pesada cadena en torno al cuello que le descendía hasta la cintura y que se
perdía en el cinturón-; debía de ser de pequeña estatura; quizá por eso, lo
que en otra mujer pudiera haber sido tan sólo gordura, en ella era obesidad.
Parecía abotagada, como un cuerpo que hubiera estado sumergido largo tiempo
en agua estancada. Sus ojos, perdidos en las abultadas arrugas de su faz,
parecían dos pequeñas piezas de carbón, prensadas entre masas de terrones,
cuando pasaban sus miradas de uno a otro de los visitantes, que le
explicaban el motivo de su visita.
No los hizo sentar; se detuvo en la
puerta y escuchó tranquilamente, hasta que el que hablaba terminó su
exposición. Pudieron oír entonces el tictac del reloj que pendía de su
cadena, oculto en el cinturón.
Su voz fue seca y fría.
-Yo no pago contribuciones en Jefferson.
El coronel Sartoris me eximió. Pueden ustedes dirigirse al Ayuntamiento y
allí les informarán a su satisfacción.
-De allí venimos; somos autoridades del
Ayuntamiento, ¿no ha recibido usted un comunicado del alguacil, firmado por
él?
-Sí, recibí un papel -contestó la
señorita Emilia-. Quizá él se considera alguacil. Yo no pago contribuciones
en Jefferson.
-Pero en los libros no aparecen datos que
indiquen una cosa semejante. Nosotros debemos...
-Vea al coronel Sartoris. Yo no pago
contribuciones en Jefferson.
-Pero, señorita Emilia...
-Vea al coronel Sartoris (el coronel
Sartoris había muerto hacía ya casi diez años.) Yo no pago contribuciones
en Jefferson. ¡Tobe! -exclamó llamando al negro-. Muestra la salida a estos
señores.
II
Así pues, la señorita Emilia venció a los
regidores que fueron a visitarla del mismo modo que treinta años antes
había vencido a los padres de los mismos regidores, en aquel asunto del
olor. Esto ocurrió dos años después de la muerte de su padre y poco después
de que su prometido -todos creímos que iba a casarse con ella- la hubiera
abandonado. Cuando murió su padre apenas si volvió a salir a la calle;
después que su prometido desapareció, casi dejó de vérsele en absoluto.
Algunas señoras que tuvieron el valor de ir a visitarla, no fueron
recibidas; y la única muestra de vida en aquella casa era el criado negro
-un hombre joven a la sazón-, que entraba y salía con la cesta del mercado
al brazo.
“Como si un hombre -cualquier hombre-
fuera capaz de tener la cocina limpia”, comentaban las señoras, así que no
les extrañó cuando empezó a sentirse aquel olor; y esto constituyó otro
motivo de relación entre el bajo y prolífico pueblo y aquel otro mundo alto
y poderoso de los Grierson.
Una vecina de la señorita Emilia acudió a
dar una queja ante el alcalde y juez Stevens, anciano de ochenta años.
-¿Y qué quiere usted que yo haga? -dijo
el alcalde.
-¿Qué quiero que haga? Pues que le envíe
una orden para que lo remedie. ¿Es que no hay una ley?
-No creo que sea necesario -afirmó el
juez Stevens-. Será que el negro ha matado alguna culebra o alguna rata en
el jardín. Ya le hablaré acerca de ello.
Al día siguiente, recibió dos quejas más,
una de ellas partió de un hombre que le rogó cortésmente:
-Tenemos que hacer algo, señor juez; por
nada del mundo querría yo molestar a la señorita Emilia; pero hay que hacer
algo.
Por la noche, el tribunal de los regidores
-tres hombres que peinaban canas, y otro algo más joven- se encontró con un
hombre de la joven generación, al que hablaron del asunto.
-Es muy sencillo -afirmó éste-. Ordenen a
la señorita Emilia que limpie el jardín, denle algunos días para que lo
lleve a cabo y si no lo hace...
-Por favor, señor -exclamó el juez
Stevens-. ¿Va usted a acusar a la señorita Emilia de que huele mal?
Al día siguiente por la noche, después de
las doce, cuatro hombres cruzaron el césped de la finca de la señorita Emilia
y se deslizaron alrededor de la casa, como ladrones nocturnos, husmeando
los fundamentos del edificio, construidos con ladrillo, y las ventanas que
daban al sótano, mientras uno de ellos hacía un acompasado movimiento, como
si estuviera sembrando, metiendo y sacando la mano de un saco que pendía de
su hombro. Abrieron la puerta de la bodega, y allí esparcieron cal, y
también en las construcciones anejas a la casa. Cuando hubieron terminado y
emprendían el regreso, detrás de una iluminada ventana que al llegar ellos
estaba oscura, vieron sentada a la señorita Emilia, rígida e inmóvil como
un ídolo. Cruzaron lentamente el prado y llegaron a los algarrobos que se
alineaban a lo largo de la calle. Una semana o dos más tarde, aquel olor
había desaparecido.
Así fue cómo el pueblo empezó a sentir
verdadera compasión por ella. Todos en la ciudad recordaban que su anciana
tía, lady Wyatt, había acabado completamente loca, y creían que los
Grierson se tenían en más de lo que realmente eran. Ninguno de nuestros jóvenes
casaderos era bastante bueno para la señorita Emilia. Nos habíamos
acostumbrado a representarnos a ella y a su padre como un cuadro. Al fondo,
la esbelta figura de la señorita Emilia, vestida de blanco; en primer
término, su padre, dándole la espalda, con un látigo en la mano, y los dos,
enmarcados por la puerta de entrada a su mansión. Y así, cuando ella llegó
a sus 30 años en estado de soltería, no sólo nos sentíamos contentos por
ello, sino que hasta experimentamos como un sentimiento de venganza. A
pesar de la tara de la locura en su familia, no hubieran faltado a la
señorita Emilia ocasiones de matrimonio, si hubiera querido aprovecharlas..
Cuando murió su padre, se supo que a su
hija sólo le quedaba en propiedad la casa, y en cierto modo esto alegró a
la gente; al fin podían compadecer a la señorita Emilia. Ahora que se había
quedado sola y empobrecida, sin duda se humanizaría; ahora aprendería a
conocer los temblores y la desesperación de tener un céntimo de más o de
menos.
Al día siguiente de la muerte de su
padre, las señoras fueron a la casa a visitar a la señorita Emilia y darle
el pésame, como es costumbre. Ella, vestida como siempre, y sin muestra
ninguna de pena en el rostro, las puso en la puerta, diciéndoles que su
padre no estaba muerto. En esta actitud se mantuvo tres días, visitándola
los ministros de la Iglesia y tratando los doctores de persuadirla de que
los dejara entrar para disponer del cuerpo del difunto. Cuando ya estaban
dispuestos a valerse de la fuerza y de la ley, la señorita Emilia rompió en
sollozos y entonces se apresuraron a enterrar al padre.
No decimos que entonces estuviera loca.
Creímos que no tuvo más remedio que hacer esto. Recordando a todos los
jóvenes que su padre había desechado, y sabiendo que no le había quedado
ninguna fortuna, la gente pensaba que ahora no tendría más remedio que
agarrarse a los mismos que en otro tiempo había despreciado.
III
La señorita Emilia estuvo enferma mucho
tiempo. Cuando la volvimos a ver, llevaba el cabello corto, lo que la hacía
aparecer más joven que una muchacha, con una vaga semejanza con esos
ángeles que figuran en los vidrios de colores de las iglesias, de expresión
a la vez trágica y serena...
Por entonces justamente la ciudad acababa
de firmar los contratos para pavimentar las calles, y en el verano
siguiente a la muerte de su padre empezaron los trabajos. La compañía
constructora vino con negros, mulas y maquinaria, y al frente de todo ello,
un capataz, Homer Barron, un yanqui blanco de piel oscura, grueso, activo,
con gruesa voz y ojos más claros que su rostro. Los muchachillos de la
ciudad solían seguirlo en grupos, por el gusto de verlo renegar de los
negros, y oír a éstos cantar, mientras alzaban y dejaban caer el pico.
Homer Barren conoció en seguida a todos los vecinos de la ciudad.
Dondequiera que, en un grupo de gente, se oyera reír a carcajadas se podría
asegurar, sin temor a equivocarse, que Homer Barron estaba en el centro de
la reunión. Al poco tiempo empezamos a verlo acompañando a la señorita
Emilia en las tardes del domingo, paseando en la calesa de ruedas amarillas
o en un par de caballos bayos de alquiler...
Al principio todos nos sentimos alegres
de que la señorita Emilia tuviera un interés en la vida, aunque todas las
señoras decían: “Una Grierson no podía pensar seriamente en unirse a un
hombre del Norte, y capataz por añadidura.” Había otros, y éstos eran los
más viejos, que afirmaban que ninguna pena, por grande que fuera, podría
hacer olvidar a una verdadera señora aquello de noblesse oblige -claro
que sin decir noblesse oblige- y exclamaban:
“¡Pobre Emilia! ¡Ya podían venir sus
parientes a acompañarla!”, pues la señorita Emilia tenía familiares en
Alabama, aunque ya hacía muchos años que su padre se había enemistado con
ellos, a causa de la vieja lady Wyatt, aquella que se volvió loca, y desde
entonces se había roto toda relación entre ellos, de tal modo que ni
siquiera habían venido al funeral.
Pero lo mismo que la gente empezó a
exclamar: “¡Pobre Emilia!”, ahora empezó a cuchichear: “Pero ¿tú crees que
se trata de...?” “¡Pues claro que sí! ¿Qué va a ser, si no?”, y para hablar
de ello, ponían sus manos cerca de la boca. Y cuando los domingos por la
tarde, desde detrás de las ventanas entornadas para evitar la entrada
excesiva del sol, oían el vivo y ligero clop, clop, clop, de los bayos en
que la pareja iba de paseo, podía oírse a las señoras exclamar una vez más,
entre un rumor de sedas y satenes: “¡Pobre Emilia!”
Por lo demás, la señorita Emilia seguía
llevando la cabeza alta, aunque todos creíamos que había motivos para que
la llevara humillada. Parecía como si, más que nunca, reclamara el
reconocimiento de su dignidad como última representante de los Grierson;
como si tuviera necesidad de este contacto con lo terreno para reafirmarse
a sí misma en su impenetrabilidad. Del mismo modo se comportó cuando
adquirió el arsénico, el veneno para las ratas; esto ocurrió un año más
tarde de cuando se empezó a decir: “¡Pobre Emilia!”, y mientras sus dos
primas vinieron a visitarla.
-Necesito un veneno -dijo al droguero.
Tenía entonces algo más de los 30 años y era aún una mujer esbelta, aunque
algo más delgada de lo usual, con ojos fríos y altaneros brillando en un
rostro del cual la carne parecía haber sido estirada en las sienes y en las
cuencas de los ojos; como debe parecer el rostro del que se halla al pie de
una farola.
-Necesito un veneno -dijo.
-¿Cuál quiere, señorita Emilia? ¿Es para
las ratas? Yo le recom...
-Quiero el más fuerte que tenga
-interrumpió-. No importa la clase.
El droguero le enumeró varios.
-Pueden matar hasta un elefante. Pero
¿qué es lo que usted desea. . .?
-Quiero arsénico. ¿Es bueno?
-¿Que si es bueno el arsénico? Sí,
señora. Pero ¿qué es lo que desea...?
-Quiero arsénico.
El droguero la miró de abajo arriba. Ella
le sostuvo la mirada de arriba abajo, rígida, con la faz tensa.
-¡Sí, claro -respondió el hombre-; si así
lo desea! Pero la ley ordena que hay que decir para qué se va a emplear.
La señorita Emilia continuaba mirándolo,
ahora con la cabeza levantada, fijando sus ojos en los ojos del droguero,
hasta que éste desvió su mirada, fue a buscar el arsénico y se lo
empaquetó. El muchacho negro se hizo cargo del paquete. E1 droguero se
metió en la trastienda y no volvió a salir. Cuando la señorita Emilia abrió
el paquete en su casa, vio que en la caja, bajo una calavera y unos huesos,
estaba escrito: “Para las ratas”.
IV
Al día siguiente, todos nos
preguntábamos: “¿Se irá a suicidar?” y pensábamos que era lo mejor que
podía hacer. Cuando empezamos a verla con Homer Barron, pensamos: “Se
casará con él”. Más tarde dijimos: “Quizás ella le convenga aún”, pues
Homer, que frecuentaba el trato de los hombres y se sabía que bebía
bastante, había dicho en el Club Elks que él no era un hombre de los que se
casan. Y repetimos una vez más: “¡Pobre Emilia!” desde atrás de las
vidrieras, cuando aquella tarde de domingo los vimos pasar en la calesa, la
señorita Emilia con la cabeza erguida y Homer Barron con su sombrero de
copa, un cigarro entre los dientes y las riendas y el látigo en las manos
cubiertas con guantes amarillos....
Fue entonces cuando las señoras empezaron
a decir que aquello constituía una desgracia para la ciudad y un mal
ejemplo para la juventud. Los hombres no quisieron tomar parte en aquel
asunto, pero al fin las damas convencieron al ministro de los bautistas -la
señorita Emilia pertenecía a la Iglesia Episcopal- de que fuera a
visitarla. Nunca se supo lo que ocurrió en aquella entrevista; pero en
adelante el clérigo no quiso volver a oír nada acerca de una nueva visita.
El domingo que siguió a la visita del ministro, la pareja cabalgó de nuevo
por las calles, y al día siguiente la esposa del ministro escribió a los
parientes que la señorita Emilia tenía en Alabama....
De este modo, tuvo a sus parientes bajo su
techo y todos nos pusimos a observar lo que pudiera ocurrir. Al principio
no ocurrió nada, y empezamos a creer que al fin iban a casarse. Supimos que
la señorita Emilia había estado en casa del joyero y había encargado un
juego de tocador para hombre, en plata, con las iniciales H.B. Dos días más
tarde nos enteramos de que había encargado un equipo completo de trajes de
hombre, incluyendo la camisa de noche, y nos dijimos: “Van a casarse” y nos
sentíamos realmente contentos. Y nos alegrábamos más aún, porque las dos
parientas que la señorita Emilia tenía en casa eran todavía más Grierson de
lo que la señorita Emilia había sido....
Así pues, no nos sorprendimos mucho
cuando Homer Barron se fue, pues la pavimentación de las calles ya se había
terminado hacía tiempo. Nos sentimos, en verdad, algo desilusionados de que
no hubiera habido una notificación pública; pero creímos que iba a arreglar
sus asuntos, o que quizá trataba de facilitarle a ella el que pudiera verse
libre de sus primas. (Por este tiempo, hubo una verdadera intriga y todos
fuimos aliados de la señorita Emilia para ayudarla a desembarazarse de sus
primas). En efecto, pasada una semana, se fueron y, como esperábamos, tres
días después volvió Homer Barron. Un vecino vio al negro abrirle la puerta
de la cocina, en un oscuro atardecer....
Y ésta fue la última vez que vimos a
Homer Barron. También dejamos de ver a la señorita Emilia por algún tiempo.
El negro salía y entraba con la cesta de ir al mercado; pero la puerta de
la entrada principal permanecía cerrada. De vez en cuando podíamos verla en
la ventana, como aquella noche en que algunos hombres esparcieron la cal;
pero casi por espacio de seis meses no fue vista por las calles. Todos
comprendimos entonces que esto era de esperar, como si aquella condición de
su padre, que había arruinado la vida de su mujer durante tanto tiempo,
hubiera sido demasiado virulenta y furiosa para morir con él....
Cuando vimos de nuevo a la señorita
Emilia había engordado y su cabello empezaba a ponerse gris. En pocos años
este gris se fue acentuando, hasta adquirir el matiz del plomo. Cuando
murió, a los 74 años, tenía aún el cabello de un intenso gris plomizo, y
tan vigoroso como el de un hombre joven....
Todos estos años la puerta principal
permaneció cerrada, excepto por espacio de unos seis o siete, cuando ella
andaba por los 40, en los cuales dio lecciones de pintura china. Había
dispuesto un estudio en una de las habitaciones del piso bajo, al cual iban
las hijas y nietas de los contemporáneos del coronel Sartoris, con la misma
regularidad y aproximadamente con el mismo espíritu con que iban a la
iglesia los domingos, con una pieza de ciento veinticinco para la colecta.
Entretanto, se le había dispensado de
pagar las contribuciones.
Cuando la generación siguiente se ocupó
de los destinos de la ciudad, las discípulas de pintura, al crecer, dejaron
de asistir a las clases, y ya no enviaron a sus hijas con sus cajas de
pintura y sus pinceles, a que la señorita Emilia les enseñara a pintar
según las manidas imágenes representadas en las revistas para señoras. La
puerta de la casa se cerró de nuevo y así permaneció en adelante. Cuando la
ciudad tuvo servicio postal, la señorita Emilia fue la única que se negó a
permitirles que colocasen encima de su puerta los números metálicos, y que
colgasen de la misma un buzón. No quería ni oír hablar de ello.
Día tras día, año tras año, veíamos al
negro ir y venir al mercado, cada vez más canoso y encorvado. Cada año, en
el mes de diciembre, le enviábamos a la señorita Emilia el recibo de la
contribución, que nos era devuelto, una semana más tarde, en el mismo sobre,
sin abrir. Alguna vez la veíamos en una de las habitaciones del piso bajo
-evidentemente había cerrado el piso alto de la casa- semejante al torso de
un ídolo en su nicho, dándose cuenta, o no dándose cuenta, de nuestra
presencia; eso nadie podía decirlo. Y de este modo la señorita Emilia pasó
de una a otra generación, respetada, inasequible, impenetrable, tranquila y
perversa.
Y así murió. Cayo enferma en aquella
casa, envuelta en polvo y sombras, teniendo para cuidar de ella solamente a
aquel negro torpón. Ni siquiera supimos que estaba enferma, pues hacía ya
tiempo que habíamos renunciado a obtener alguna información del negro.
Probablemente este hombre no hablaba nunca, ni aun con su ama, pues su voz
era ruda y áspera, como si la tuviera en desuso.
Murió en una habitación del piso bajo, en
una sólida cama de nogal, con cortinas, con la cabeza apoyada en una
almohada amarilla, empalidecida por el paso del tiempo y la falta de sol.
V
El negro recibió en la puerta principal a
las primeras señoras que llegaron a la casa, las dejó entrar curioseándolo
todo y hablando en voz baja, y desapareció. Atravesó la casa, salió por la
puerta trasera y no se volvió a ver más. Las dos primas de la señorita
Emilia llegaron inmediatamente, dispusieron el funeral para el día
siguiente, y allá fue la ciudad entera a contemplar a la señorita Emilia
yaciendo bajo montones de flores, y con el retrato a lápiz de su padre
colocado sobre el ataúd, acompañada por las dos damas sibilantes y
macabras. En el balcón estaban los hombres, y algunos de ellos, los más
viejos, vestidos con su cepillado uniforme de confederados; hablaban de
ella como si hubiera sido contemporánea suya, como si la hubieran cortejado
y hubieran bailado con ella, confundiendo el tiempo en su matemática progresión,
como suelen hacerlo las personas ancianas, para quienes el pasado no es un
camino que se aleja, sino una vasta pradera a la que el invierno no hace
variar, y separado de los tiempos actuales por la estrecha unión de los
últimos diez años.
Sabíamos ya todos que en el piso superior
había una habitación que nadie había visto en los últimos cuarenta años y
cuya puerta tenía que ser forzada. No obstante esperaron, para abrirla, a
que la señorita Emilia descansara en su tumba.
Al echar abajo la puerta, la habitación
se llenó de una gran cantidad de polvo, que pareció invadirlo todo. En esta
habitación, preparada y adornada como para una boda, por doquiera parecía
sentirse como una tenue y acre atmósfera de tumba: sobre las cortinas, de
un marchito color de rosa; sobre las pantallas, también rosadas, situadas
sobre la mesa-tocador; sobre la araña de cristal; sobre los objetos de
tocador para hombre, en plata tan oxidada que apenas se distinguía el
monograma con que estaban marcados. Entre estos objetos aparecía un cuello
y una corbata, como si se hubieran acabado de quitar y así, abandonados
sobre el tocador, resplandecían con una pálida blancura en medio del polvo
que lo llenaba todo. En una silla estaba un traje de hombre, cuidadosamente
doblado; al pie de la silla, los calcetines y los zapatos.
El hombre yacía en la cama..
Por un largo tiempo nos detuvimos a la
puerta, mirando asombrados aquella apariencia misteriosa y descarnada. El
cuerpo había quedado en la actitud de abrazar; pero ahora el largo sueño
que dura más que el amor, que vence al gesto del amor, lo había aniquilado.
Lo que quedaba de él, pudriéndose bajo lo que había sido camisa de dormir,
se había convertido en algo inseparable de la cama en que yacía. Sobre él,
y sobre la almohada que estaba a su lado, se extendía la misma capa de
denso y tenaz polvo.
Entonces nos dimos cuenta de que aquella
segunda almohada ofrecía la depresión dejada por otra cabeza. Uno de los
que allí estábamos levantó algo que había sobre ella e inclinándonos hacia
delante, mientras se metía en nuestras narices aquel débil e invisible
polvo seco y acre, vimos una larga hebra de cabello gris.
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